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cada día nacemos y morimos inevitablemente

La naturaleza tiene mecanismos para anticipar sus fenómenos; se revela en el mundo interior como una energía o intuición; y aunque no siempre sabemos definir eso que sentimos, en la dimensión del tiempo se reafirma lo que anticipamos. Esto evoca en mi mente un recuerdo: En el año 2005 me encontraba en California, y recibí una llamada en la cual mis hermanas me hablaron de la sensible condición de salud de mi padre. Pocos días después de aquella llamada, mientras viajaba rumbo al país donde él se encontraba, una intuición tomó forma en mi interior: “voy a su muerte” -resonó internamente. O mejor dijera, así se traduce lo que sentí, porque verdaderamente no lo pensé.

En aquella resonancia la naturaleza había revelado en mi alma el final de la existencia física de un ser admirable, la persona clave en mi retorno al mundo; alguien que conoció el significado de una vida llena de propósito, aun dentro de la simpleza de una religiosidad a la que con gran genio impregnó de sentido. Recuerdo cuando lo vi en aquel entonces, estaba sentado, calmado y callado; parecía conciente de si mismo, pero ya su alma estaba en transición. No me reconoció al verme. Pero más tarde me miró y dijo: Vámonos. Algunos creían que deliraba. Estando en su casa ¿por qué decía vámonos? Es obvio que estaba listo para viajar, de regreso al mágico lugar de donde un día partió.

Pasaron unos días…Y desperté una mañana con el recuerdo de un tren deteniéndose en una estación en la que unos pasajeros llegaban y otros partían. Ya al atardecer, casi entrando la noche, estaba yo al lado de mi padre, junto a su lecho. Yo que desde niño le tuve tanto miedo a la muerte, por primera vez no sentía temor al percibirla cerca. Quizás yo también estaba listo para morir en aquel momento. Llegó su última exhalación; pero en vez de sentirse un aire de muerte se respiraba la frescura de un hermoso renacer. Parecía un niño contemplando un juguete en estado de éxtasis. En su rostro, la expresión de quien se encuentra a la orilla del mar mirando la belleza del horizonte cuando el sol llega al ocaso. Pude intuir lo que él sintió en aquel instante: Esta luz es más hermosa de lo que pensaba.

Aquella experiencia fue una evocación sublime de lo que significa morir. Su muerte me recordó la vida; adoraba la lluvia, y con su aliento final empezó un leve aguacero, como si la naturaleza misma reconociera la transición de una de sus criaturas y celebrara el regreso de una gota de agua al gran océano de donde un día surgió. Si existe un ideal de muerte, que hermoso que todo ser humano pueda morir de este modo, en la realización de los sueños más hermosos. Quizás por eso nunca lloré su partida; y ahora sé la razón, nunca murió. Solo en una sociedad como la nuestra que ignora la esencia de las cosas, se asocia con dolor la transición de la energía; ignoramos que sin invierno no puede existir la primavera.

Todo cambio en nuestras vidas esconde un morir y un nacer. El cambio es la dinámica de la vida. Lo que ya no cambia, aunque viva, está muerto. Aun dentro de la inercia o el temor que nos impide cambiar, nuestros cuerpos se renuevan con innumerables muertes y nacimientos, a cada minuto, a cada instante. Desde esta luz reconocemos entonces que en una vida experimentamos muchas muertes, conciente o inconcientemente. Todos los cambios a los que por evolución está sometida nuestra existencia obedecen a un ciclo de un inicio y un fin, renovados una y otra vez en espiral ascendente.

Cada día morimos y nacemos, inevitablemente. Mueren los viejos esquemas, surgen nuevas perspectivas, perece la identidad ilusoria, surge el verdadero ser. Un amigo se va, otros llegan, o no llega nadie; esto es morir y nacer. Descubrir la oscuridad en nuestras sombras a veces causa dolor, pero incita una forma de muerte necesaria. Una relación que acaba es morir; una que comienza, o una soledad, es nacer. Benditos los que tienen un corazón capaz de sentir los cambios sin oponer resistencia a lo que es inevitable; dichosos aquellos que aun en las tormentas impetuosas de morir en vida conservan en sus rostros una sonrisa, sirviendo de faro a los que todavía no saben fluir al ritmo de la naturaleza.

La vida en cierto grado es una sucesión ascendente de muchas muertes que nos llevan a nuestro destino. Esto está representado en la naturaleza de nuestros cuerpos. El ir y venir del aire que respiramos, la sístole y diástole del corazón, dormir en las noches y despertar otro día, apuntan a esta realidad.

Lo ideal sería que al acostarnos llegara la muerte del viejo ser, y que al levantarnos fuéramos seres nuevos, libres de las ataduras del falso yo, renovados en nuestra naturaleza esencial. Pero no es así; una vez despertamos del sueño físico y nos levantamos, no hemos muerto, seguimos vivos; se levanta el ser viejo, la misma idea del individuo derivada de un pensamiento; separada, disonante; la conciencia del ayer con todos sus deseos, juicios, temores y condicionamientos. No morimos y en ausencia de muerte no podemos sentir que vivimos realmente. Nuestra vida deja entonces de ser vida. Es así como la falta de morir a diario crea la necesidad de muchas muertes, cuando llega la hora final. Es como el que acumula mucho dolor: se necesitan muchas lágrimas para liberarlo.

¿Si no se conoce todavía la vida -afirma Confucio- como será posible conocer la muerte? Esta afirmación, aunque no relacionada tal vez, me recuerda una anécdota de un relojero de mi ciudad natal. Le gustaba la música clásica tanto que la tenía en su negocio, lo cual no era convencional de acuerdo a la cultura de aquel lugar. Era un personaje enigmático, apasionado con las lecturas de los grandes maestros, los buenos inciensos, la mística. En una ocasión un cliente llegó a su negocio y le dijo: Esta música es horrible, es música de muertos!. Y el relojero contestó con su voz serena pero solemne: ” Si, verdaderamente, es música para despertar muertos, como usted.”

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